Explico: mi hermano Danny celebró mi cumpleaños 44 obsequiándome ese libro y apremiándome en los días siguientes a que lo terminara “¡Ya!”... para leerlo él. Debí comprarle otro en aquel momento, pero no.
Desde esa misma noche de junio de 2005 comencé a hacer con el libro lo que durante más de 20 años y hasta unos meses antes había hecho cada noche, ya en la cama, con mi último cigarrillo del día: engullirlo, integrarlo horizontal en mi cuerpo y procurar que me calara célula a célula como si me hubiera estado preparando la vida entera para entrar en La Vida y hubiera llegado el momento de hacerlo.

En algún momento posterior a aquel verano mi hermano entró un día a mi cuarto, tomó el libro y me dijo: “Te lo devuelvo en cuanto lo lea”...
El jueves pasado, de visita en su casa, le increpé: “¡Dame El Telón, ya es hora de que Judith lo lea; no me voy sin él!”...
Lo seguí hasta su cuarto. Su cama. Tomó el libro de la mesita de noche, al lado de su almohada, donde ha estado ejercitando su rol de último cigarrillo del día para mi hermano durante estos cuatro años. Me lo entregó. No les cuento su cara.
Es mi libro de cabecera de mi hermano.
Tal vez convendría tener uno cada uno. Pero, no sé por qué, sospecho no sería lo mismo.
El Telón debiera ser el libro de cabecera de todo el que escribe. Y de todo el que lee.
Los buenos libros no te dejan leerlos. Tienen vida propia. Y, vivos al fin, parecen estar a cada momento renovándose, enriqueciéndose, de modo tal que cada párrafo que lees te provoca cantidad tal de reflexiones, de alegrías, de exquisito disfrute que no logras avanzar, pues, cada página te premia con todo un libro que fabricas en tu mente, íntimo libro definitivo jamás escrito por nadie ni leído jamás, salvo por ti mismo.
El Telón es, en menos de 200 páginas, ese libro definitivo que me esperaba desde tiempos inmemoriales.
Aunque el objetivo central de Kundera sea subrayar que, más allá de la historia, la ciencia, la filosofía o la fe, la novela es un auténtico e independiente modo de conocer al hombre e interpretar su alma, El Telón es enciclopedia y compilación de todas las sugerencias posibles a propósito de la literatura, la música, el Arte todo, del hombre individuo y el hombre social, la libertad, la vida, la muerte, el olvido, la risa...
Lo he abierto. Y no he podido completar la tercera página. Ya estoy ciego de certidumbres y deslumbrado por la duda.
Y me resisto a negarme compartir aquí esas primeras páginas y una breve reflexión.
Conciencia de la continuidad
Contaban una anécdota de mi padre, que era músico. Se encuentra entre amigos en algún lugar donde, desde una radio o un fonógrafo, suenan los acordes de una sinfonía. Los amigos, todos músicos o melómanos, reconocen enseguida la Novena de Beethoven. Preguntan a mi padre:
-¿Qué es esa música?
Tras una larga reflexión, éste dice:
-Parece Beethoven.
Todos contienen la risa: ¡mi padre no ha reconocido la Novena sinfonía!
-¿Estás seguro?
-Sí -dice mi padre-, un Beethoven tardío.
-¿Cómo puedes saber que es tardío?
Mi padre les llama entonces la atención sobre cierta ligadura armónica que Beethoven jamás habría utilizado en su juventud.
Sin duda, la anécdota es sólo una maliciosa invención, pero ilustra bien lo que es la conciencia de la continuidad histórica, uno de los signos por los que se distingue al hombre que pertenece a la civilización que es (o era) la nuestra. Para nosotros, todo adquiría el cariz de una historia, nos parecía una sucesión más o menos lógica de acontecimientos, actitudes, obras. En tiempos de mi primera juventud conocía, de un modo natural, sin esforzarme, la cronología exacta de las obras de mis autores predilectos. Imposible pensar que Apollinaire hubiera escrito Alcoholes después de Caligramas, ya que, en ese caso, habría sido otro poeta, ¡su obra tendría otro sentido! Me gusta cada uno de los cuadros de Picasso por sí mismo, pero también toda la obra de Picasso concebida como un largo camino del que conozco a la perfección cada uno de los períodos. Las célebres preguntas metafísicas, ¿de dónde venirnos? y ¿adónde vamos?, tienen en el arte un sentido concreto y claro, y no carecen de respuestas.
Historia y valor
Imaginemos a un compositor contemporáneo que hubiera escrito una sonata que, por su forma, sus armonías, sus melodías, se pareciera a las de Beethoven. Imaginemos incluso que esta sonata haya sido tan magistralmente compuesta que, si hubiera sido realmente de Beethoven, habría figurado entre sus obras maestras. Sin embargo, por magnífica que fuera, al firmarla un compositor contemporáneo, daría risa.
Como mucho, se le felicitaría por ser un virtuoso del pastiche.
¡Cómo! ¿Sentimos un placer estético al escuchar una sonata de Beethoven y no lo sentimos con otra del mismo estilo y con el mismo encanto si la firma un contemporáneo nuestro? ¿Acaso no es el colmo de la hipocresía? La sensación de belleza es, pues, cerebral, está condicionada por el conocimiento de una fecha?, ¿no es espontánea, dictada por nuestra sensibilidad?
¡Qué remedio! La conciencia histórica es hasta tal punto inherente a nuestra percepción del arte que sentiríamos espontáneamente (o sea, sin hipocresía alguna) este anacronismo (una obra de Beethoven fechada hoy) como ridículo, falso, incongruente, incluso monstruoso. Nuestra conciencia de la continuidad es tan fuerte que interviene en la percepción de toda obra de arte.

Me pregunto si no seremos acaso víctimas inconscientes del rigor del dato ¿científico, teórico, real? que proviene de una percepción no "lateral" o abierta o múltiple de lo que observamos. Me temo que lo somos.
Veamos. ... ...
Para un conocedor de la obra de Beethoven, esa sonata del joven compositor que supone Kundera, es ciertamente algo anacrónico y falso. Pero, ¿qué sucedería con un profano y humilde desconocedor de estos asuntos (tengamos en cuenta que eso es la mayoría de los más de siete mil millones de habitantes del planeta), alguien que, aunque ha escuchado a Beethoven y disfruta profundamente de su música, no sabe cuántas ni cuales sonatas compuso el genial músico?
Sospecho que, al no saber distinguir entre la sonata falsa y otra verdadera, al no saber siquiera que existe alguna sonata falsa, y tomando como premisa lo que sugiere el mismo Kundera en su ejemplo de que está “tan magistralmente compuesta que, si hubiera sido realmente de Beethoven, habría figurado entre sus obras maestras”, para este feliz ignorante el placer al escuchar esa pieza musical sería igual al de escuchar cualquier otra de las que sí escribió el maestro.
El individuo, desprovisto de esa “conciencia de la continuidad”, ignorante del ropaje histórico y circunstancial que condiciona una obra musical, estaría, cuando menos, en mejores condiciones para disfrutar de la belleza y consecuencias de esa obra.
El valor estético de una obra musical (este ejemplo que expone Kundera es sobre el arte de la música), en mi opinión, trasciende el valor estético objetivo, de contexto, histórico y de evolución de la historia del arte. Es un valor en sí mismo. Pero quizás sólo conseguiríamos demostrárnoslo si nos hundiéramos en el olvido o simplemente pudiéramos desconectar esas regiones del cerebro donde alojamos el conocimiento y la experiencia. Tal vez entonces, desde una definitiva (aunque fuera temporal) ausencia de todo tipo de referentes culturales e históricos previos, extirpadas la ilustración y la gnosis , nos llegaría la certeza de ese valor estético absoluto.
Otra cosa es que decidamos, aplicando legítimas valoraciones éticas y hasta morales, que cada hecho artístico ha de pertenecer exclusivamente a su tiempo, a su autor y circunstancia, y que una aproximación, asimilación de estilo o intento de imitación que no alcance la categoría de plagio deba ser marginada y considerada fraudulenta.
Y, por supuesto, opino que estas valoraciones no son aplicables a la novela, o la pintura, o el resto de las artes, exceptuando la poesía.
Breve historia de familia:
Mi cuñada y amiga Lisset conduce su auto. Su hijito Gabriel, de unos cuatro años, viaja en la parte posterior, acomodado en su pequeña silla. Desde que salieron, más de quince minutos atrás, suena música en los altavoces. Música que el niño interrumpe para preguntar a la madre con voz entrecortada:
- Mamá, ¿por qué si a mí esa música me gusta yo estoy llorando?
Siento que todo esto es navegar en aguas altamente inestables, revueltas y peligrosas. El Conocimiento es vida, es luz, es crecer y es amor. Pero no tengo garantías de que conocer los más íntimos detalles de una propuesta artística no me limite, ni me inhiba de hundirme a plenitud, crecer y hasta perecer en su misterio.
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