
Más de veinte años atrás, mientras reparaba el mundo cada día junto a un montón de obreros de los sueños, poetas, músicos, pintores, amigos y amigas todos, en aquella creída Matanzas de nuestra juventud, había experimentado la Libertad por primera vez. Entre versos y trazos, acordes, acuerdos y besos, jugábamos a hacer preguntas y, abriéndolos al azar, a encontrar respuestas en los sagrados libros de grandes y exóticos poetas como Rimbaud, Whitman o Tagore (aún no nos atrevíamos a buscarlas en nuestros propios amagos artísticos).
En algún momento alguien, seguramente en voz baja, sugirió que esas respuestas donde mejor se hallaban era en la Biblia...sss... ¡Cuánto morbo propicia a los jóvenes cualquier gesto que se les antoje conspiratorio! Y eso era justamente la Biblia en aquella provinciana urbe de una Cuba atea comunista restrictiva que te vigilaba e imponía castigo si quebrantabas sus preceptos. Al día siguiente teníamos una Biblia (la de L R... sss, por supuesto) y todas las respuestas en la sala de mi vieja casa.
No soy capaz de describir lo que significó para mí el descubrimiento de una estética y una suerte de liturgia literaria que me habían estado vedadas y a las que consideraba, desde la soberbia de mi ignorancia, retrógradas, kitsch y peligrosas. Unas primeras ojeadas a aquella distribución de los parlamentos en pequeños versículos numerados, el lenguaje multiliterario y nada coloquial de la versión de Casiodoro de Reina, las sugerencias constantes de sus metáforas y la música que traslucía del finísimo papel que enfrentaba por vez primera me descubrieron un universo apasionante y conmovedor.
Nunca devolví a L su Santo Libro. Me lo apropié y me lo bebí, a infinitos y egoístas sorbos, como supongo degustan los catadores profesionales la exquisita intimidad de un vino desconocido y magnífico. Versos de los Salmos y sentencias de Eclesiastés me desposaron con el judaísmo. Luego llegó Jesús. La cruz. El Amor. El dolor, el infinito inmenso dolor que me tuvo llorando toda una larga noche. Y ese amanecer en que me descubrí liberado de algo que no podía precisar, pero que estaba relacionado directamente con el conocimiento.
Me había liberado de la duda, la incertidumbre del antes y el después. No era creíble que algo irreal provocara tal dolor. Ni que tamaño sufrimiento provocara tanto amor.
La Fe me desató de la muerte, me salvó de todo y de la Nada y me liberó del sinsentido. Fue mi primera libertad un encuentro tan absolutamente personal, íntimo y natural, que sólo con el tiempo pude comprender de qué se trataba.
La Fe sigue siendo la más cara de mis libertades y la que mayor umbral de maniobra me ofrece. Tanto que no soy capaz de llenarlo. Aún.
¿Está el concepto de libertad supeditado a la posibilidad de su ausencia, validado por la perspectiva misma de perderla? Simplificando: ¿se hará la libertad (total) sólo cuando no haya que hacer uso de ella porque han desaparecido todos los obstáculos que nos conducen a ejercerla?
El frío no existe, existe la ausencia de calor. Igual la oscuridad: es como nombramos a la ausencia de luz. ¿Sucede algo parecido con la libertad, de modo tal que esta sólo existe o tiene sentido en la eventualidad de que desaparezcan las causas que la propician? ¿Podríamos sentenciar: la libertad no existe, existe la ausencia de límites?
Si desaparecen todas las circunstancias que limitan la libertad nada queda, apenas “vacío”. El ejercicio de la libertad sólo tiene sentido si existe una situación que impida ese ejercicio, puesto que el concepto de libertad nace precisamente de ese impedimento. Cualquier otra cosa sería únicamente “nada”, ausencia de obstáculos. Si a esa ausencia queremos darle valor, sea, y llamémosle Libertad Plena o Total o Absoluta. Sólo que, en ese caso, no parece que tenga valor alguno, ni utilidad.
Si no tienes contra qué usar la libertad, o si cualquier cosa que “elijes” estaba ya determinado de antemano, la libertad no existe. Esa parece ser la conclusión más adecuada para el ser limitado y mortal que habita nuestro conocido mundo inmediato. Y a ese mundo y ese ser corresponden esas pequeñas libertades que voy refiriendo.
Otra cosa es que consideremos la libertad desde el punto de vista de la Fe en Dios, de la trascendencia. Si aceptamos nuestra mortal condición, la defensa de la existencia de la libertad como entidad independiente, objeto o sustancia en sí misma y no como valor sólo referido al hombre, no tiene mucho futuro. Pero, una vez resuelto el obstáculo de la mortalidad (y la Fe lo resuelve), la perspectiva cambia. Esa “nada”, ese “vacío” que queda ante la desaparición de todo límite, adquiere forma y sentido, se convierte en Libertad real y absoluta. Un estado que yo sé, deseo, sospecho ES de plenitud (dando al significado de ese vocablo una connotación imposible de explicar).
La Fe es la certeza de lo que no se ve. La libertad, desde la certeza de la trascendencia, es inexplicable para los humanos. Sólo me atrevo a considerar que sí tiene un referente: esto que conocemos como vida, mortal, finita, limitada.
La Libertad es, entonces, que seré libre de esta finitud, de esta mortalidad, de esta limitada existencia.
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