viernes, 9 de noviembre de 2018

Vicio poeta.


Vicio poeta. Es el vicio que se adquiere escribiendo poesía. La dulce y siempre cariñosa poeta matancera Carilda Oliver Labra, me señaló una mañana de taller literario en Varadero que yo tenía ese vicio incluso en la poesía misma, en la décima. Rondaba yo los 17 años y lógicamente, en testosterónica arrogancia adjudiqué aquella observación a su "pertenencia a una generación más conservadora en el lenguaje y las formas, incapaz de comprender los nuevos caminos que abríamos a la poesía (a la décima en este caso) la gente nueva". Cómplice y testigo recuerdo a mi amigo Fernandito García, quien además de la sonrisa compartía conmigo en aquellos tiempos (palabras de su padre Fernando García... de esos tan todos grandes poetas García de Sabanilla) "el honor de constituir la avanzada en la renovación de la décima guajira escrita en Matanzas". Importante subrayar "guajira", porque prácticamente todos los poetas en Matanzas, en esa y en todas la épocas cultivan, de modo exquisito, la décima. Pero nosotros éramos los hijos de los guajiros, de los repentistas, que renunciábamos al repentismo (¡ya nos hubiera gustado tener en ese género el talento y la estatura de nuestros padres!) y tomábamos la pluma para intentar ese mismo repentismo sobre el papel, procurando un lenguaje, si bien menos espontáneo y seductor, al menos más "trascendente" y ambicioso en términos literarios. Muy creídos ¡rimbombantemente creídos! pero divirtiéndonos a lo grande, nos hicimos de un espacio en el guateque. Hace unos años Fernandito se murió en abril siendo un incondicional de mi décima. De alguna manera y tras muchos recados a Madrid consiguió burlar mi dejadez y que le enviara algunas décimas que publicó en un libro de poetas matanceros. También han muerto su padre y Carilda. No sé si se salvará alguna de aquellas nuestras ilusionadas décimas. Pero estábamos equivocados. Y la vieja-bella-Gran Dama de Tirry estaba en lo cierto, aunque me costó muchos años comprenderlo.
La contención y los silencios, esas torturas para un poeta joven, tienen la ingrata función de poner en equilibrio lo que sin ellas sería oscuridad, pasión y desahogo escrito, pero no poesía.
No entiendo cómo consigo recordar estas cosas. Más misterioso aún es sentir que afloran desde mi memoria estas décimas que concebí en esa época.

De la décima a mi padre...
Cuando el tiempo (que te sabe
virtuoso de esa locura
que es combinar la ternura
de tu beso, que no cabe
en un verso, con la nave
en que subo descubierta
hasta la tierra) convierta
tu andar en faro, seré
un juglar cantando fe
con la guitarra desierta.
Mi calle...
San Vicente que le impones
a mis noches las maneras
de tus quejosas riberas
de muros y caserones.
En ti se van las canciones
eternas, inconfesadas
que no atrapo, las aladas
fantasías que convoco
secretamente si toco
tus aceras elevadas.
Montura...
Mi amigo el pintor, Yovani Bauta, me pidió una décima para escribirla sobre una vieja montura que estaba convirtiendo en una de sus piezas de arte. Así me habló aquella montura.
Miras. A trote de sueño
jinetea tu mirada
nostalgias de la tonada
que te acunó de pequeño.
Hoy me cabalga el diseño
perfecto, no soy la muda
montura, discreta, viuda
de preguntas y respuestas,
voy con la décima a cuestas,
ya no me siento desnuda.