“Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.”
La frase es de Emil Cioran, en carta a propósito de Jorge Luis Borges que reproduzco más adelante. Pero antes, con permiso, me permito una consideración.
En caso que admitamos como acertada o muy probable esta apreciación de Cioran, expuesta en 1976, mucho me temo que caducó poco tiempo después. Desde hace más de cuarenta años esa cualidad de “más abiertos, más vivos y más diversos” atribuida por el maestro rumano a los escritores latinoamericanos no consigue hacerse notar por ningún lado. Al menos no en sus obras, si es que hay en los escritores latinoamericanos de las últimas décadas algo que pueda, en su conjunto, considerarse obra.
Pero es otro asunto el que mejor llama mi atención en esa carta.
Siempre he sentido que, para el indagador y el soñador moderno no europeo, lo verdaderamente exótico es lo occidental y su cultura, Europa y su protagonismo en la configuración del hombre tal y como lo conocemos actualmente. Y la causa sería esa “nada” que acertadamente denuncia Cioran, que es real y aplica en mucho más territorio que el sudamericano. “Nada”, en dimensión tal, que al hombre que la frecuenta y padece solo le queda, como destino para sus sueños y haceres, la exuberancia de la tierra y la cultura que abandonaron sus antepasados, ese exótico mundo de los ancestros que constituye Europa, la raíz, el origen, la sangre.
No es de extrañar entonces que la curiosidad sea el rasgo más notable en cuanto escritor y artista de Latinoamérica llega a esa “casa de los abuelos” que es la vieja Europa, la de la historia común, original y definitiva, la que diseñó el abrigo y los zapatos que calza en su aldea americana, la de los cubiertos y las maneras ante la barroca mesa y las tonadas con cierto deje español o italiano o francés en la voz de la madre.
El efecto es testimonio: todos o casi todos se mudan a Europa aunque sea un tiempito nomás.
Describe Cioran a los artistas del este de Europa como “irremediablemente provincianos.” Se salta Cioran que ser un “provinciano europeo” significa haber sido amamantado con versos Goethe y acunado con melodías de Bach, llenos los ojos cada mañana de los parajes que tentaron a Velazquez en sus colores originales. Significa corretear la infancia entre castillos y catedrales y bosques y brujas. Ser provinciano europeo significa convivir con los mismos reyes, lloros, tragedias, aventuras, amores y traiciones con que corretean y conviven los latinoamericanos pero como irremediables extranjeros cuya decadente cultura europea, su cultura real, les fue contada desde viejos libros, recuerdos de nostálgicos ancianos y perezosos rituales y creencias conservadas con tibia fe y frágil esperanza.
Los artistas europeos no necesitan “curiosear” para contar: cuentan lo que viven, lo que son, su arte es autobiográfico. Lo exótico también. Otra cosa es que se hayan estancado en su ruedo. O que otros europeos menos arriesgados, los del este, digamos, les exijan riesgos mayores. O que la resaca de las guerras y el advenimiento del imperio de las ideologías haya ralentizado parte de la creatividad en sus artistas, con imposiciones, censuras, dictados, leyes.
Desde la lejanía latinoamericana, eso que llama Cioran “tradiciones” son nuestra ilusión, nuestra utopía, nuestro retorno al hogar.
Cuando llegué a Europa por primera y definitiva vez, a España hace más de veinte años, sentí como que estaba de vuelta. Fue una sorpresa ese sentimiento. La carga enorme del dolor por el desprendimiento de la matriz que eran mi familia, mi barrio y mis manías no consiguió nublar la agradable sensación de estar regresando a un sitio al que pertenezco.
El destierro para mí fue un regreso a casa.
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He aquí la carta de Ciorán.
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Emil Cioran y Jorge Luis Borges. 1976 |
París, 10 de diciembre de 1976
Querido amigo:
El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus “admiradores”, de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.