I.
Toda persona ocupa un lugar único, no transferible, en
este tren imparable y sin estación de destino que es la Vida... Ineludible
viaje. Cuando nos percatamos del tren ya estamos montados en él, no hay vuelta
atrás. No pudimos elegir entre viajar o no. Más aún: somos cada uno el viaje
mismo, su sentido y su fin.
Pero generalmente todo eso nos toma desprevenidos y
transitamos la mayor parte del trayecto mirando tras la ventanilla “cómo pasa o
cómo se nos va la vida”... Sin darnos cuenta plena de que no es la vida la que
pasa, somos nosotros. Eso que creemos ver pasar a toda velocidad tras los
cristales realmente está quieto. Somos nosotros los que nos desplazamos, los de
la prisa... ignorada o evadida, incontrolable prisa que nos acorrala en ese
espacio que se comprime y comprime entre lo que somos y el momento en que,
también sin poder elegir, el viaje termina para nosotros y tenemos que
abandonar el tren.
Porque todos nos bajamos algún día del
tren. A la mayoría nos aguarda una oscura estación en medio de la nada y del
olvido. Otro pasajero se sentará en nuestra silla, se ajustará lo que fue
nuestro cinturón y, ciclo eterno, recorrerá como sea capaz su propio tramo del
viaje. Así va este tren desde tiempos ha... cada vez más lleno... ocupados
siempre casi todos los asientos...
Casi... En cada vagón se avizora algún asiento
vacío... eternamente inocupado desde que el pasajero que en él viajaba tuvo que
abandonarlo. Porque hay asientos en el tren de la vida que nadie puede volver a
ocupar jamás.
Claro que toda persona abarca un lugar único e
insustituible. Pero hay seres que, además de ese su lugar, tienen espacio real
y conviven en lo mejor (o en lo peor en tantos lamentables casos... sólo que
aquí hablo de los buenos) del ser individual que cada uno de los otros es, como
un órgano más del propio cuerpo espiritual de estos otros pasajeros que, una
vez aquel ha concluído su viaje, conservan en sí todo el espacio que ya no
ocupa físicamente el hombre único y especial que se ha bajado.
Daniel Rabinovich acaba de abandonar el tren. No
importa dónde se bajó ni por qué... no aplica la tontería cuando se va alguien
que no tiene sustitución. El suyo es un asiento que no podrá volver a tener
pasajero. Y, amputado uno de esos órganos que dan sentido a nuestras personales
vidas, andamos cojeando hoy de la sonrisa quienes portamos a Les Luthiers (y a
Daniel como alma de esa institución del humor en castellano) en nuestra
chequera de pagar aquella parte de la felicidad que es el reír desde la
inteligencia y el buen gusto.
Así le iba y le irá por siempre al artista y al ídolo
de quienes lo degustamos con admiración, respeto y placer absolutos .
Pero quiero cantar sobre otro escenario en el que
también reinaba este hombre especial.
De la dimensión humana de Daniel Rabinovich supe a
través de la vía más hermosa que transitamos los hombres, la de una amistad: la
que mantuvieron él y mi hermano de camino Pepe Pelayo. Fue Pelayo quien me
condujo al hogar cálido e intenso que era Daniel a través de las historias,
anécdotas, travesuras cometidas al andar o intercambiadas entre ellos a través
de encuentros, mensajes y cartas, llamadas y “madruguerías” galopadas del lloro
a la risa y del poema al chiste sobre un sendero de respeto, admiración y mutua
necesidad satisfecha de saberse y tenerse.
Sacudido
aún por lo irreparable y lo a destiempo de la partida del argentino quiero
sencillamente dejar constancia de mi personal orgullo y de la emoción que en
momentos especiales esa amistad provocó en mí... no sea que a un servidor o al
propio Pepe nos bajen repentinamente del tren (porque siempre sería en contra
de nuestra voluntad) sin haber proclamado yo a tiempo (mientras aún en el tren
estamos) el orgullo que sentí y siento de haber sido el rincón elegido por
Pelayo para descargar su íntima emoción de saberse destino cuando la necesidad
de un abrazo apuraba a nuestro ídolo común.
El orgullo es para mostrarlo. El orgullo que proviene
de los grandes y hermosos valores... y que es imperativo moral del hombre. Sólo
quien sin esas premisas exhibe orgullo es un fanfarrón... Les Luthiers es un
ídolo para los integrantes de la Seña del Humor de Matanzas, agrupación
humorístico-musical cubana de la que formábamos parte Pelayo como director y
fundador y yo como pude, desde que a mediados de los 80 topamos con un casette
de esos maestros del arte... “Daniel, el de Les Luthiers” era, es y será
nuestro ídolo de los “lesluthiers”...
He pedido permiso a Pelayo para mostrar este hermoso
texto que tuve el privilegio de que necesitara él compartir conmigo y que
recibió de Daniel, que he guardado con celo y celos y que me proporcionaron dos
(énfasis) orgullos: el primero por Pepe, que era el destinatario de los
apremios de amistad de Daniel... el segundo por mí mismo, que lo era (y aún
creo serlo) de los de Pelayo.
De Daniel Rabinovich a Pepe Pelayo. Diciembre de 2011
Oiga
Don Pepe:
Hace
muchos años, una querida amiga mía llamada Paloma San Basilio, me regaló un
rododendro.
Planta
generosa, como mi amiga, no ha dejado de llenar mi jardín de flores rojas y
bellas.
Cada
vez que me acerco a ella, a la planta, me parece escuchar a Paloma cantando.
Canciones picarescas, trozos de operetas y algunas otras que no logro
reconocer. No tiene perfume, la planta, ni sus flores. A pesar de ello son
realmente hermosas.
Y
recuerdo a mi amiga cantando, charlando y comiendo y compartiendo una larga
vida de amistad.
Esta
mañana, mientras trataba de descifrar qué cantaba, mi amiga Paloma, me di
cuenta de que había abierto una flor negra, el rododendro.
Primero
pensé que era un bicho, alguna langosta o moscardón de los que la visitan, a la
planta.
Pero
luego, al observar detenidamente y más de cerca, al supuesto insecto, comprobé
que realmente era una flor. Una flor negra.
Sorprendido,
intenté comprobar si tenía perfume, la flor negra. Y sí. Lo tenía.
Un
perfume a Caribe, a Islas de ensueño, a bongó y palmeras. A música.
Rápidamente
traté de acordarme si había bebido y, por supuesto lo había hecho. Lo hago
todos los días. Pero en una medida razonable, literalmente: una medida
razonable. De manera que era imposible que estuviera en uno de mis habituales
momentos, días o semanas de borrachera y falta de conciencia.
Y
me habló... La flor. Me dijo que sabía mi historia, mi pasión por la música y
por las plantas, mi culto a la amistad.
No
creo que muchas flores hablen. Y mucho menos con ese sonido tan armonioso, como
si cantara.
Me
dijo que su negrura era de felicidad, de compartir con otras plantas y flores
el amor por ese color.
Y
me pidió que le cantara. “no me cortes, cántame”, me dijo, la flor.
“Una canción Caribeña,
en lo posible Cubana”, agregó.
Le
contesté con indisimulable pena que no conocía ninguna para cantarle y traté de
consolarla tarareando un par de canciones en iddish, de las que tanto me
gustan, a mí.
Primero
se sonrojó, como de placer, y luego retomó su color negro y volvió a hablarme,
la flor.
Y
por fin me pidió que lo llamara a mi amigo Pepe, el cubano, para que le cantara
a ella especialmente, a la flor.
Está
hermosa, la acabo de ver, a la flor. Y aunque no huele a nada, creí percibir un
cierto perfume a uvas, más bien a uvas fermentadas, como a licor.
Creo
que la flor durará en su lugar, el rododendro, el tiempo suficiente para que
alguien le cante en persona alguna canción Cubana.
Ojalá
eso suceda pronto.
Hágase
cargo.
DR