Uno tiene, además de un montón de tesoros de valor consensuado e intercambiable, algunos íntimos y exclusivos tesoros que rara vez arriesga. Resultan ser objetos, detalles a los que solemos atribuir valor sentimental. Para mí son, de manera absoluta, el patrimonio imprescindible que respalda los valores fundamentales de cada persona.
Entre lo más preciado de mi escasa “fortuna fundamental” conservo celosamente un gesto de un hombre, una especie de “Quiero” poco común que me ofreció una noche, hace más de 17 años, alguien que hasta pocas semanas antes de aquel momento no tenía yo idea que existía. Intensos días descubriendo espacios comunes, sueños, proyectos, maneras de invocar a nuestras chicas tan lejanas, y hasta gestos coincidentes, lo convirtieron en poco tiempo en una de esas imposibles personas de las que nunca quisiera separarme.
Unos días después de aquel día me despedí de él en el aeropuerto de Barajas, Madrid, y apenas he vuelto a tener noticias suyas hasta hace aproximadamente un mes en que lo encontré en facebook y le solicité amistad... y la aceptó.
Unos días después de aquel día me despedí de él en el aeropuerto de Barajas, Madrid, y apenas he vuelto a tener noticias suyas hasta hace aproximadamente un mes en que lo encontré en facebook y le solicité amistad... y la aceptó.
A partir de entonces todo transcurrió como suele ser habitual ya en las relaciones contemporáneas (marcadas por esa mezcla de voyeurismo con afán exhibicionista que hasta hay quien considera casi un “derecho fundamental”), comenzando por el familiar “Félix ha aceptado tu solicitud de amistad, publica un comentario en el muro de Félix”...
En mi caso, ya saben: de publicar, nada. Pero comenzó entonces esa mirada (ya todos sabemos cual) esporádica al “muro” del otro, y ese cierto deseo sigiloso de que te descubra y te diga “Te recuerdo tanto y llevo años esperando encontrarte en algún lugar de este mundo para volver a tomarnos algunas cervezas, fumar algún pitillo y contarte algunas nuevas roturas en el corazón, estás sí que definitivas, de veras, estas sí...” (¡anda ya, amigo: el marcapasos y la sanidad pública han destruido nuestra credibilidad como donjuanes y poetas!) Y continuar uno sin atreverse a realizar otra acción que no sea la del clic de vez en vez en algún “Me gusta” o, en alguna que otra ocasión y en arriesgado acto de valentía, compartir algún “enlace” gracioso o socialmente “aceptable”. Incluso puede que ni eso.
Hoy, por una razón que conozco y callo (y no son tres gintonic), quiero dar testimonio de ese tesoro que poseo, aquel “Quiero” que me regaló el artista, actor y fotógrafo cubano Félix Antequera en el otoño de 1995.
“Acampábamos” en un estrafalario rincón de la “Europa profunda”, un camping en las afueras de 's-Hertogenbosch, Holanda, en la única gira que compartí con la Compañía de Teatro Buendía. Estaba ya fuera de Cuba, dando un paso importante y necesario en mi vida, pero con un gran secreto a cuestas: no regresaría. En esa situación mis días eran todo lo confuso y hermoso que propicia la libertad mezclada con dolor, dolor de no tener conmigo a la mujer que amaba, dolor de dejar atrás la familia, la vida vivida, el hombre que todavía era. Tenía, eso sí, un montón de gente alrededor, “los Buendía”, a quienes apenas conocía pero por los que sentía franca simpatía. Entre ellos algunos más cercanos que otros. De estos, dos fundamentales: José Juan Rodriguez "El Jabao" y Félix.
Aunque estaban casi todos presentes, para ellos dos (otro secreto, hasta hoy) canté una noche mis canciones. Es harto complicado dar con gente realmente valiosa. Es casi imposible que coincidan dos en un mismo momento y lugar. Cuando encuentro personas cuyos valores corresponden con lo que quiero de la vida suelo ofrecerles mis propios valores, mi pecho y mi salud. La escasez de “tropiezos” así es probablemente el motivo por el que apenas suelo cantar mis canciones, por el que aun no he grabado un disco: lo mejor de mí sólo por lo mejor de los otros.
(Aunque lo mejor de mí sea tan poquito como mis canciones, son ellas lo mejor de mí y elijo a quien ofrecerlas. Y eso mismo quiero recibir, no más, no menos. Hasta hace muy poco no era consciente del por qué de esta ancestral actitud mía, tan terca como indescifrable: léanse “La Rebelión de Atlas” y sabrán, como ya sé hoy, la respuesta a ese por qué)
El Jabao es uno de mis caros e irremplazables amigos, de esos que no necesitas tener cerca para que siempre estén, pero que además están.
Félix sucedió tan sólo unas semanas en mi vida, pero fue suficiente. Aquella noche él supo que canté para él. Nada me dijo de ello. Apenas fue al cajón de sus propios tesoros fundamentales, tomó uno de los más querido y poco antes que acabara la noche me lo entregó a cambio de mis canciones. Sólo me dijo: “Busca una cartulina para que la protejas”... Ese detalle no lo recuerdo: lo leo de vez en vez en una carta que unos minutos después, emocionado, escribí a mi esposa.
Esa espléndida fotografía que aquí expongo es la representación material del enorme “Quiero” que recibí de mi amigo. No le voy a pedir permiso para mostrar su dedicatoria: dice más de él que todo lo aquí contado.
A pesar de los 17 años transcurridos no lo extraño. A los amigos no se les extraña. Están ahí todo el tiempo, a toda hora. De vez en cuando, como ahora hago, se les presenta a aquellos a quienes conoces:
“Ea, aquí tienen a un hombre de los buenos, está repleto de los valores que pueden salvar al mundo... y es mi amigo”.
Rubén AM
1 de diciembre de 2012
Madrid
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