Hace hoy una semana conversaba con mi amigo Antonio Hermida acerca de la obra fundamental de los dos más grandes compositores de la canción romántica española: Juan Carlos Calderón y Manuel Alejandro. Sumergido en la red recorrí gran parte de la obra de ambos, sin saber que en un hospital de Madrid se hallaba convaleciente el primero de ellos, quien finalmente acaba de morir esta madrugada.
El día en cuestión tomé de la web de Juan Carlos Calderón su correo electrónico, decidido a corresponder al ofrecimiento que el gran músico me había hecho años atrás en el único encuentro que tuve con él, durante un homenaje en el que se le otorgó la llave de Santander, su ciudad natal y en el que participé con mi Trío Matancero.
Esa noche hice algo que mi obtusa timidez no me había permitido hacer antes y que por supuesto no he vuelto a hacer después: me acerqué a la mesa donde cenaba el compositor y me presenté como gran admirador suyo y uno de los músicos que en breve ofreceríamos un concierto para los invitados.
Al verme, me dijo:
- Ah, eras tú el que cuando entramos tocabas en la guitarra los sones con acordes de novena y trecena... ¡tremendo eso! .... Lo intenté, pero con todo este protocolo no me pude acercar a ustedes. -
Me admiró que se fijara en ese detalle “técnico” a pesar de toda la barahúnda de aquella ceremonia. Me pidió que cuando termináramos lo esperara tras el escenario. Pensé que era tan sólo un gesto cortés de su parte y al terminar nuestro concierto el Trío nos pusimos a deambular por el recinto.
De alguna manera dio con nosotros:
- ¡Hombre, llevo media hora buscándoles!... – nos dijo, inmortalizando para mí esa noche sin saberlo.
Conversamos un buen rato. Habló de su admiración por los cubanos, con quienes llevaba conviviendo muchos años en Miami. Hablamos de música y de política. Y habló del malestar propio y de muchos grandes artistas españoles por la falta de reconocimiento del que eran objeto en su tierra. Fue espléndido con América. Y sarcástico con ese mismo evento en que le homenajeaban. España no suele hacer justicia a sus mejores hombres y el coste de ello se traduce, además de en la partida de buena parte de estos, en una insolvencia que probablemente sea lo que no les permite siquiera encontrar el camino para salir de una constante crisis económica, social y cultural.
Finalmente, el maestro me entregó una nota que había escrito pensando que esa noche ya no nos vería, con unas cariñosas palabras, su dirección, su teléfono en Madrid y su ofrecimiento:
- No dejes de llamarme cuando regresen allí. Te voy a cantar unas cosas que estoy haciendo. -
Hice lo que suelo hacer siempre: guardar aquella nota como una reliquia... y no llamarlo.
Esta es la segunda vez que me pongo en contacto con él. No hay dos oportunidades. Ni siquiera le dije que yo hacía canciones. Sí conservo, en algún sitio entre mis escasos tesoros y un tanto amarilla como aquellas sus Cartas que cantó Nino Bravo, la nota que me entregó aquel día ese hombre bajito y vivaracho, de pelo largo y cuidado, pecho, cuello y manos exhibiendo collares y cadenas, con acento que se me antojó un tanto “acubanao”, ese hombre que era y es para mí institución: Juan Carlos Calderón, uno de los grandes creadores que configuraron la música popular moderna hispanoamericana.
Todo mi respeto a su memoria.
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